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El nacionalismo coherente

La soberanía respecto a cualquier intervención exterior

Revueltas como están las aguas de las naciones, no está de más recordar algunas ideas muy alejadas del debate político actual, pero quizás reveladoras para tomar una posición al respecto. A estas alturas de la historia, creo que todos deberíamos tener muy claro que los países y las naciones no son realidades sagradas e inamovibles. Pero igualmente, no podemos olvidar que la idea del estado nación surge a partir del siglo XVI, precisamente como solución a una organización política y económica ineficaz y atrasada, como era el feudalismo. En países como Francia, Inglaterra y España, se va tomando conciencia de una forma progresiva de la necesidad de unirse por motivos bien diversos, que van de las alianzas militares a los beneficios económicos mutuos. En un panorama político que se iba complicando cada vez más, la soledad política o militar no era una buena opción. El predominio de las uniones políticas sobre las pequeñas repúblicas fue históricamente incontestable. Kant es un buen ejemplo de alguien que supo ver la dirección de su tiempo: la historia progresaba hacia una gran unión cosmopolita de pueblos.

La misma idea de estado nación tomó nuevos bríos en el siglo XIX, con la formación de países como Italia o Alemania. Desde el romanticismo hasta Hegel, se entendía la unión política representada por el estado como símbolo de la forma política más alta y civilizada que se podía alcanzar, expresión de la voluntad de todo un pueblo. Una vez más, la tendencia unificadora del estado. Tendencia que no ha sido una constante histórica: el siglo XX ha traído consigo la división de antiguos estados, como ocurrió en el caso de Yugoslavia o Rusia, con la salvedad de que la construcción de estos estados no sólo era reciente, sino que era consecuencia en ocasiones de sucesos históricos complejos, en los que no se consideraban las características culturales de cada sociedad, ni tampoco la voluntad política de la misma. En cualquier caso, el estado ha representado suna cesión de soberanía, como no podría ser de otra manera: la unión implica que seamos más fuertes, pero también que la toma de decisiones no será tan sencilla como antes. Sucede en los países, como en cualquier comunidad de vecinos.

La cuestión del nacionalismo es legítima, pero ha de plantearse con coherencia. Por un lado, podemos apreciar una tendencia histórica innegable hacia la creaciuón de nuevas uniones políticas y ahí está la Unión Europea como uno de los símbolos más cercanos. Pero no menos cierto es que sigue habiendo procesos abiertos, sean comparables o no a los de las comunidades autónomas españolas que desean realizar un referendum: Escocia es hoy un referente tan válido como el de Quebec. Si hay sociedades que desean luchar por la autodeterminación hemos de reconocer este deseo si es abrumadoramente mayoriatario, pero la propuesta ha de ser honesta: si se pretende formar un estado propio para no ceder soberanía, carece de sentido emanciparse del estado nación al que se pertenece para serguir siendo miembro de uniones políticas superiores, cuya capacidad de decisión es progresivamente mayor. Es absurdo afirmar que no queremos que se decidan las cosas en Madrid, pero aceptar sin reparos las decisiones de Bruselas. La hsitoria da y quita razones y con el paso del tiempo se comprobará si la tendencia histórica dominante es la globalización política o la creación de pequeños estados. Pero en lo que eso llega, hemos de aceptar las propuestas soberanistas y darles legitimidad, siempre y cuando sean propuestas coherentes: el estado nación implica que toda la soberanía recaiga en la sociedad que se quiere autodeterminar. Cualquier otra propuesta son enjuagues políticos interesados e intentos de engañar a la sociedad o medrar política y económicamente por intereses quizás muy lejanos a los de la nación que se dice defender.