Me ocurría en clase hace algunas semanas: mientras explicaba a los autores de la Escuela de Frankfurt incidía especialmente en la repercusión social de sus ideas. En cómo sus textos juntos a otros como los de Sartre y compañía encendieron la mecha de las revueltas estudiantiles que recorrieron unas cuantas universidades europeas y norteamericanas. Con la intención de provocarles, establecía una comparación un tanto agresiva y no exenta de una maligna dosis de demagogia: "si con los 16-17 años que tenéis ahora hubierais vivido en los sesenta estaríais leyendo a Marcuse, a Sartre y a Fromm. En su lugar ahora os dedicáis a cazar pokemons por los parques". El caso es que hoy los autores citados les suenan a chino, las revoluciones del 68 algo parecido y tampoco reconocen las creaciones culturales que pretenden mantener vivo aquel espíritu contracultural y revolucionario. ¿Estamos ante una generación sustantivamente peor que la anterior?
Si nos dejáramos llevar por ciertas tendencias históricas contestaríamos afirmativamente. A cada cual le gusta siempre pensar que su propia generación es la mejor, que ha logrado desarrollar las aportaciones de las anteriores y mejorarlas. Que ha hecho una tarea de cambio social, cultural y político. Y como no podía ser menos: que los que vienen por detrás son unos degenerados, que echan a perder y despilfarran todo ese legado. Este marco general de pensamiento es de sobra conocido y está anclado en el origen mismo de la filosofía: encontramos en el mito de las edades del hombre su reflejo más claro. Prejuicio tan falso como su opuesto, el del progreso histórico, según el cual hay siempre y de forma necesaria una evolución a mejor, de generación en generación.
Ambos mitos se vuelcan también en la educación: desde quienes desprecian a sus alumnos por el bajo nivel cultural y su falta de preparación ("antes sí que se estudiaba de verdad", "ha bajado el nivel educativo") hasta quienes ciegamente apuestan todo en favor de este presente nuestro ("estamos ante la generación mejor preparada de la historia"). Posiciones totalizadoras ante las que solo cabe responder de una forma: con perplejidad. Quienes cursan bachillerato hoy, serán peores en algunas cosas respecto a quienes lo cursaron hace 50 años, pero seguramente mejores en otras muchas. Muchos de los calificativos que se arrojan a las generaciones esconden un deseo insatisfecho de poder: que sean lo que no fuimos porque no pudimos, o que sean lo que fuimos, porque queremos que sigan con nuestra causa. Una actitud de pobreza intelectual que se traduce en un juicio inquisitorial permanente, aniquilador de la libertad: dejar a cada generación que sea como desee ser, ajustándose a las circunstancias históricas, políticas, económicas culturales, educativas y tecnológicas que le ha tocado. Lo demás: deseo de protagonismo o anhelo de la oportunidad perdida.
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