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Un lenguaje sin yo

El yo: de la filosofía del lenguaje a la ética
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Hace ya unos cuantos años, durante unas jornadas de la facultad asistí al mayor cruce de insultos "académicos" que jamas he escuchado. Se trataba de un conjunto de expertos en filosofía del lenguaje y la ponencia que desencadenó la polémica versaba sobre la posibilidad de crear un lenguaje sin yo. Por allí desfilaron, cómo no, Wittgenstein y Russell, y algunos otros de los más renombrados filósofos del lenguaje. Llegado el turno de preguntas uno de los asistentes comenzó un intercambio dialéctico de los de educación exquisita y baja estofa. Por momentos se podía tocar la tensión y se veía que seguramente estaban latiendo viejos enfrentamientos y rencillas. Los académicos, por muy profesores universitarios que fueran, resultaron ser tan mezquinos como cualquier otro, y sin entrar en insultos o palabras mal sonantes demostraron aquello de que el insulto ingenioso y educado puede ser mucho más hiriente y lacerante que el del abrupto. El recuerdo es ya borroso, pero de fondo estaba, claro está, la concepción del ser humano: un lenguaje sin yo es aquel que se refiere a "estados de cosas", en el que no es posible por tanto apelar a la subjetividad. El lenguaje sin yo es un lenguaje sin mente humana, un lenguaje "desalmado". Y ésta era precisamente la clave de todo: la visión materialistas del mundo frente a una visión espiritualista. Ahí estaba el gozne sobre el que volaron descalificaciones e insultos, en un tiempo no tan lejano en el que por lo visto ser materialista en sentido estricto representaba un cierto riesgo. Seamos sinceros: la conferencia había sido una auténtica castaña pero aquel turno de preguntas hizo que se grabara en mi memoria en un lugar preminente respecto a algunas otras, muchas más meritorias, que haya podido escuchar. Es lo que tiene la filosofía "apassionata".

En los últimos meses aquella discusión me viene una y otra vez a la mente. Por motivos de lo más diverso, pero el tema central entra y sale de ese argumentario callado en el que consiste la vida de cualquier profe de filosofía. Revisado desde ahora, se da uno cuenta, por ejemplo, de lo mucho que le importaba su "yo" a quien defendía la existencia de un lenguaje sin yo. Curioso también: poco le importaba la integridad y dignidad moral del "yo" de su interlocutor a quien intervenía con tanto fervor a favor del lenguaje "con alma". Más allá del materialismo, el tema del lenguaje sin yo me sugiere lo mucho que mejorarían ciertos conflictos si no existiera esta palabra. El yo, esa idea tan gigante como literalmente pobre, está en el origen de un sin fin de disputas, y de una actitud de orgullo y soberbia que con el tiempo se muestra absurda, improcedente. Quienes se obsersionan en exceso por el yo, se olvidan del tú y del ellos. Convertidos en el eje central del universo creen que todo bascula en función de sus intereses, emociones y vivencias. Poco importa que Copernico o Galileo descentraran el universo respecto al pedrusco que habitamos. Mucho antes que la tierra había un centro más poderoso e inexpugnable: el yo. Tanto es así que aunque afirmemos con fe ciega que el sol es el centro de nuestra galaxia tendemos a vivir creyendo que cada cual ocupa ese lugar privilegiado dentro de la sociedad, la historia, la cultura.

Mucho más allá de la visión materialista del ser humano, un lenguaje sin yo podría devolver al ser humano un sentido más comunitario de la vida, más abierto. Más conciente de que lo que cada cual es depende de un modo irrenunciable de un nosotros que tiene una dimensión temporal inabarcable. Para que exista ese yo que se cree tan valioso, único e irrepetible, hubo un sin fin de otros que nos precedieron y hay muchos otros en el presente sin los cuales nuestra vida no sería tan meritoria como pensamos. Un lenguaje sin yo disolvería ese deseo de aparentar lo que no se es, el de imponerse sobre los demás, el de que ellos piensen como el yo, que hablen como el yo, que canten como el yo. Un lenguaje sin yo desvelaría que no es más que una construcción histórica social y cultural. En otras palabras: habría una colección de valores nada desdeñables que emergería más allá de ese yo que nos deslumbra, que irían desde la sencillez hasta la humildad. Valores que no están al alza en nuestro tiempo y que nos suenan a rancio. Trastos viejos del lenguaje moral que no se dejaron ver por aquella conferencia. Aquel querer tener razón de ambos contendientes ha sido para mí un ejemplo en el tiempo de lo que nunca debería hacer un filósofo o un pensador que se tenga por tal.