Blas Pascal
Pensamientos
El argumento de la apuesta
“-Examinemos, pues, este punto, y digamos: “Dios existe o no existe”. ¿De qué lado nos inclinamos? La razón no puede ahí determinar nada: hay un caos infinito que no separa. Se juega una partida, al extremo de esta distancia infinita, donde resultará cara o cruz. ¿Quién ganará? Con razón no podéis hacer ni lo uno ni lo otro; con razón no podéis defender ninguno de los dos.
No reprochéis, pues, de falsedad a los que han hecho su elección; porque vosotros no sabéis nada de eso.
-No; pero yo les reprocharé por haber hecho, no esa elección, sino una elección; porque aunque el que eligió cruz y el que eligió cara falten análogamente, los dos son a falta: lo justo es no apostar.
-Sí; pero es preciso apostar. Esto no es voluntario; os habéis embarcado en ello: ¿Qué partido tomaremos? Veamos. Puesto que es preciso elegir, veamos lo que os interesa menos. Tenéis dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que empeñar: vuestra razón y vuestra voluntad; vuestro conocimiento y vuestra beatitud; y vuestra naturaleza tiene dos cosas de que huir: el error y la miseria. Vuestra razón no se perjudica más eligiendo lo uno que lo otro, puesto que es preciso elegir necesariamente. He ahí un punto vacío. Pero ¿y vuestra beatitud? Pesemos la ganancia y la pérdida, apostando a cruz a que Dios existe. Tengamos en cuenta estos dos casos: si ganáis, ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad, pues, porque Dios existe, sin vacilar.
-Esto es admirable. Sí, es preciso apostar; pero yo apuesto quizá demasiado.
-Veamos. Puesto que hay análogo azar de ganancia y de pérdida, si no tenéis más que ganar dos vidas por una, podréis aun apostar; pero si había tres a ganar, sería preciso jugar (puesto que estáis en la necesidad de jugar), y seríais imprudente, estando obligado a jugar, no aventurar vuestra vida por ganar tres a un juego donde hay igual azar de pérdida y de ganancia. Pero hay una eternidad de vida y de felicidad. Y, siendo así, aunque hubiera una infinidad de suertes, de las cuales una sola fuera para vos, tendríais todavía razón para apostar uno contra dos[3]; y obraríais insensatamente, estando obligado a jugar, rehusando jugar una vida contra tres[4], a un juego en que de una infinidad de azares hay uno para vos, si había una infinidad de vida infinitamente dichosa de ganar. Pero hay aquí una infinidad de vida infinitamente dichosa que ganar, una probabilidad de ganancia contra un número infinito de posibilidades de pérdida, y lo que juzgáis es finito. Esto quita todo partido: en todas partes donde está el infinito, y donde no hay infinidad de probabilidades de pérdida contra la de ganancia, no hay para balancear, es preciso darlo todo. Y así, cuando se está obligado a jugar, es preciso renunciar a la razón para conservar la vida, más bien que aventurarle por la ganancia infinita, tan pronta a llegar como la pérdida de la nada.
Porque no sirve de nada decir que es incierto si se ganará, y que es cierto que se aventura, y que la infinita distancia que hay entre la certidumbre de lo que se expone[5] y la incertidumbre de lo que se ganará, iguala el bien finito, que se expone ciertamente, al infinito, que es incierto. Eso no es; también todo jugador aventura con certidumbre para ganar con incertidumbre; y, no obstante, aventura ciertamente lo finito para ganar inciertamente lo finito, sin pecar contra la razón. No hay infinidad de distancia entre esta certidumbre de lo que se expone y la incertidumbre de la ganancia; eso es falso. Hay, a la verdad, infinidad entre la certidumbre de ganar y la certidumbre de perder. Pero la incertidumbre de ganar es proporcional a la certidumbre de lo que se aventura, según la proporción de las probabilidades de ganancia y de pérdida[6]. Y de ahí viene que si hay tanta probabilidad de un lado como de otro, el partido a jugar es de igual contra igual; y entonces la certidumbre de lo que se expone es igual a la incertidumbre de la ganancia: tan necesario es que esté a distancia infinita. Y así nuestra proposición tiene una gran fuerza infinita, cuando hay que aventurar lo finito a un juego donde hay iguales probabilidades de ganancia que de pérdida, y el infinito tiene que ganar.
Esto es demostrativo; y si los hombres son capaces de alguna verdad, ésta lo es.”
[3] Es decir, apostar vuestra vida actual contra una eternidad de vida y de felicidad. En efecto, un infinito de segundo orden (como es una infinidad de vida y felicidad), multiplicado por la unidad (una suerte), equivaldría al producto de un infinito de primer orden (como sería una infinidad de acasos) por otro infinito de primer orden (como sería una infinidad de vida), y sobrepasa, como es el curso considerado, al producto de un infinito de primer orden (infinito de acasos) por un número finito (los bienes finitos de esta vida), producto que representa, a lo más, la ventaja del jugador que poner por la vida presente y apuesta contra Dios. Pero esto viene a decir: Apostad por Dios. Poned que existe: si no es imposible –si hay una probabilidad de que lo sea-, tomad esta probabilidad. Como, por otra parte, él es infinito, como está en todas partes, y todo en todas partes, es suficiente que le busquéis para hallarlo.
[4] Una eternidad de vida y una eternidad de felicidad, de cualidad infinita.
[5] <Aventura>, es decir, del hecho que se corre un riesgo
[6] Porque entre la incertidumbre de la ganancia y la certidumbre de lo que se expone hay una común medida, que es el número total de las suertes. De modo que si el valor de puesta es infinito, y no hay infinidad de probabilidades de pérdida, ese valor sobrepasará siempre infinitamente el de mi puesta, que por definición es finita.